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La nueva "revolución verde". Transgénicos

Punto Final
 
A nivel internacional se está hablando de una segunda "revolución verde". La primera, que en Chile se tradujo en el boom de la fruticultura destinada fundamentalmente a la exportación, se ha caracterizado por el uso de variedades de alto rendimiento centrándose en algunos cultivos básicos y por el abuso de sustancias químicas, sean herbicidas o pesticidas, que han producido
serios daños a la salud humana y al medio ambiente. Quienes desde las esferas del poder económico y político negaban o minimizaban hasta hace muy poco los perjuicios causados por los agroquímicos están comenzando a admitirlos ahora con el afán de destacar las ventajas de una nueva "revolución" basada en el desarrollo a gran escala de organismos genéticamente modificados, más conocidos como transgénico
 
Tal como ocurrió en los años 60-70, la conveniencia o no de aplicar masivamente estas nuevas tecnologías no ha sido discutida
ni con el sector mayoritario de pequeños agricultores -que en América Latina produce el 60% de los vegetales que abastecen el mercado continental-, ni menos con los consumidores. Simplemente, este nuevo negocio de las transnacionales se está imponiendo por la vía de los hechos y a nadie se le advierte si el tomate, el choclo o el arroz que está comiendo es o no de carácter transgénico. En Estados Unidos, más del 50% de los alimentos a base de soya y maíz son producto de modificaciones genéticas. En nuestro país hay actualmente 35 mil hectáreas de cultivos transgénicos -a nivel mundial suman 40 millones de hectáreas-, principalmente de tomate y maíz destinados a la producción de semillas. Para las corporaciones transnacionales del
mundo desarrollado, que son las que contratan agricultores locales para que realicen estos cultivos, el suelo chileno ofrece una doble ventaja. Por un lado, el hecho que la estación de verano no coincida con la del Hemisferio Norte les permite obtener dos cosechas de semillas transgénicas en un año, acelerando el proceso de producción. Y por otro, utilizan nuestros campos como laboratorios para evaluar cómo se adaptan estas especies y cuánto producen en un escenario distinto al que fueron creadas. "Esto se ve favorecido porque no hay nadie en Chile dedicado a investigar las consecuencias de estos cultivos para la bioseguridad", afirma Miguel Altieri, ingeniero agrónomo de la Universidad de Chile con doctorados en entomología y control biológico en la Universidad de Florida. En la actualidad ejerce la docencia en la Universidad de California en Berkeley, Estados Unidos; es coordinador general de SANE (Sustainable Agriculture Networking and Extension), del PNUD, y consejero técnico del Consorcio Latinoamericano sobre Agroecología y Desarrollo (CLADES). Precisamente esa carencia lo llevó a presentar un proyecto para hacer una investigación en nuestro país sobre impactos ambientales de los transgénicos, programa que desarrollaría en conjunto con un grupo de profesionales jóvenes que está trabajando en agroecología con la
Universidad Católica del Maule.
Por su parte, Mario Ahumada, veterinario y representante del Movimiento Agroecológico Latinoamericano (MAELA), organismo no gubernamental (ONG) integrado por cien organizaciones desde México y el Caribe al Cono Sur, agrega que las
condiciones de aislamiento geográfico de Chile son otra ventaja considerada por las transnacionales para producir semillas transgénicas que, según las informaciones de que dispone, se han ido extendiendo del maíz y los tomates al raps, trigo y papas.
Sólo en los dos últimos años la superficie de cultivos transgénicos ha aumentado de 28 mil a 35 mil hectáreas. Este ritmo de
avance demuestra la prioridad que se le está dando al negocio. "Como el destino de las semillas transgénicas que se producen
en Chile es la exportación, los agricultores nacionales que quieran utilizarlas tendrán que comprarlas posteriormente en el extranjero", señala Ahumada, haciendo notar que el aumento de la dependencia es uno de los muchos efectos sociales y económicos asociados a esta innovación tecnológica.
 
Ambos profesionales chilenos, junto con Oscar Torres, de la ONG CIED/CLADES, participaron en distintos eventos internacionales que se realizaron en mayo en la ciudad de Dresden, Alemania, para debatir sobre el objetivo y destino que deberá tener en el futuro la investigación agrícola a nivel mundial. Hasta ahora, los fondos aportados por distintas entidades
internacionales -entre las que destacan el Banco Mundial y la FAO- para la investigación pública de nuevas tecnologías agroculturales, supuestamente destinados a enfrentar el hambre y la deficiente nutrición existente en los países del Tercer Mundo, han sido orientados por presión de las transnacionales hacia la ingeniería genética para su propio beneficio. Esta postura crítica se manifestó en el Seminario Internacional de Organizaciones No Gubernamentales (ONG) y de Organizaciones Campesinas y de Pequeños Agricultores sobre la Investigación para la Superación de la Pobreza, que se realizó en Dresden previo al Foro Global de Investigación Agropecuaria. Este último evento se efectuó en la misma ciudad desde el 21 al 23 de
mayo con la presencia de 400 representantes gubernamentales de países de todos los continentes, centros de investigación, empresas privadas y una cantidad minoritaria de representantes de organizaciones campesinas y ONG (sólo 35). La idea de este encuentro era recoger propuestas para entregarlas al Grupo Consultivo de Investigación Internacional Agrocultural (CGIAR), que es el que toma las decisiones sobre qué, cómo y para qué se investiga.
 
La controversia en torno a los organismos genéticamente modificados fue un tema central en estos debates, principalmente en
el seminario de ONG y organizaciones campesinas, en el que participaron alrededor de cien delegados de Europa, Estados Unidos, Canadá, Asia, Africa y América Latina. Pese a todos los esfuerzos realizados por estas organizaciones, en el Foro Global se impuso la tendencia a promover los organismos genéticamente modificados. Posiblemente sea la población de nuestro continente la que más desconoce los reales alcances de esta segunda revolución verde que avanza acelerada y sigilosamente, amparada en el silencio cómplice de los gobiernos. En ese sentido, la información reunida por organizaciones
civiles de Europa y América del Norte, sedes de las multinacionales y de los más especializados centros de investigación
científica, así como la experiencia acumulada por pueblos de Africa y Asia, donde los cultivos transgénicos son cada vez más masivos, constituyen un aporte para dimensionar el problema.
 
Negociado de las patentes
 
Como todo avance científico y tecnológico, la biotecnología puede ser usada para bien o para mal. En este caso, no deja de deslumbrar el alto nivel de sofisticación involucrado en el transplante de un gen de pescado en los tomates o de un gen de sapo
en la uva, para que ésta adquiera la capacidad de regenerarse con rapidez en caso de daño o mutilación, como ocurre con ese batracio cuando pierde una de sus extremidades. Si esto permite, además, agregar proteínas a las legumbres de consumo generalizado o adicionar otros refuerzos nutricionales a la canasta básica alimenticia quizás se podría pensar que vale la pena
seguir experimentando con este cruzamiento de genes de especies distintas que jamás la naturaleza osaría juntar. Sin embargo, como son las transnacionales las que se han apropiado de esta tecnología, los esfuerzos se han orientado a crear trigo, maíz o
arroz resistentes a determinada plaga, o a agregar supuestos beneficios nutricionales que tienen más de marketing que utilidad
real. Una primera objeción al desarrollo de los alimentos transgénicos es que éstos se están masificando sin haber estudiado
previamente los múltiples efectos que pueden tener en la salud humana. Entre los que ya se conocen, está la posibilidad de producir alergias, intoxicaciones y resistencia a los antibióticos.
 
En segundo lugar, están las consecuencias sobre el medio ambiente, entre las que destacan las alteraciones en la cadena trófica
y la pérdida de biodiversidad, porque la producción de transgénicos favorece el monocultivo, aún más de lo que éste se ha
impuesto hasta ahora. Pero, además, la polinización y la irradiación de genes por efecto del viento hacen que un cultivo de
transgénicos traspase sus límites para propagarse sin control hacia las áreas aledañas invadiendo, mutando y, finalmente, haciendo desaparecer otras especies o variedades nativas. Con ellas, también mueren insectos, aves y animales asociados a esas formas de vida vegetal. Esto se ha demostrado científicamente en el caso de cultivos de trigo, centeno y diferentes
variedades de raps. No menos impactantes son las consecuencias económicas y sociales.
 
Como en otras áreas donde se expresa la creación humana, existen derechos de propiedad intelectual que se hacen valer sobre
cada "descubrimiento" originado en los laboratorios de biogenética. Cada etapa de las modificaciones genéticas practicadas
sobre un organismo, así como su resultado final, son debidamente patentadas. Así, la compañía transnacional que financia la investigación se adueña de la tecnología y del "nuevo" producto transgénico. Es más, las semillas son esterilizadas para que no se reproduzcan luego de haber dado sus frutos en una cosecha, tecnología que sus detractores han bautizado como "terminator". De este modo, el negocio es completo. Los campesinos y pequeños agricultores que alguna vez fueron dueños de
su trigo, su maíz o su arroz tendrán que comprar cada año las semillas transgénicas para poder mantener sus cultivos. Y junto a
cada puñado de semillas estarán obligados a comprar un paquete o "construcción" que se compone de marcadores y vectores
-que también son genes, bacterias o virus-, los que garantizan la efectividad de la modificación genética efectuada en el vegetal.
 
Este proceso de apropiación da paso a lo que se ha llamado "biopiratería", que Mario Ahumada define como "apropiación de
una riqueza ajena para venderla". Organizaciones campesinas asiáticas, por ejemplo, reclaman que la empresa que patentiza un determinado producto transgénico lo obtuvo del arroz o maíz perteneciente a un agricultor o comunidad, sin que los dueños de la "materia prima" hayan recibido compensación alguna. Como piratas del siglo XXI, los centros de investigación comandados
por las multinacionales se apropian de germoplasmas que les parecen apetecibles sin pedir permiso a nadie. Con ellos, estas megaempresas crean bancos genéticos que se nutren de la rica biodiversidad existente en los países del Tercer Mundo y constituyen una reserva estratégica que asegura ganancias incalculables a corto, mediano y largo plazo. Según Ahumada, en Chile existen variedades exclusivas de tomates y papas que podrían perderse por esta vía.

Las multinacionales Monsanto, Cargill, Du Pont, Aventis, Dole y sus filiales controlan esta nueva tecnología a través de los derechos de propiedad intelectual. En ocasiones, la concesión de patentes que obtienen de los gobiernos violan las propias legislaciones nacionales que garantizan a la población el acceso libre a los recursos que estas megaempresas registran como propios.
 


Mitos y leyendas

Miguel Altieri echa por tierra uno de los principales argumentos a favor de los alimentos trangénicos: que sólo éstos tienen el potencial productivo, en cantidad y calidad, para suplir las actuales deficiências nutricionales de 800 millones de personas en el
mundo y para dar respuesta a la creciente demanda alimenticia por el crecimiento de la población. "El problema del hambre no tiene nada que ver con producción, está ligado al sistema económico, a las formas de distribución y a la pobreza -dice el
académico e investigador-. En este momento se da la paradoja de la plenitud: hay más hambre mientras más comida existe. Por ejemplo, Estados Unidos tiene dos millones de hambrientos y 20 millones de personas están bajo los niveles de nutrición requeridos a consecuencia de la pobreza. Otro problema se relaciona con la tenencia de la tierra. Hay mucha gente que no tiene acceso a ésta para hacerla producir, porque está mal distribuida. Chile, junto con Colombia y México, es uno de los países con peores índices de distribución de tierras en América Latina". Para Mario Ahumada, está claro que la biotecnología
no está produciendo ni una mayor producción ni un menor uso de pesticidas, que sería otro de sus supuestos beneficios. Al
contrario, los cultivos transgénicos resistentes a ciertas plagas no son tan selectivos como para exterminar sólo el insecto que la
produce, sino que también liquidan insectos benéficos que actúan como predadores contra otras pestes. Por lo tanto, se ha
comprobado que en muchos casos aumenta la dependencia de los plaguicidas.
 

En definitiva, Altieri destaca que no hay que perder de vista que la ciência es producto de una sociedad determinada.
Reflexiona: "La ciência moderna está al servicio de la lógica del capitalismo y, por lo tanto, la biotecnología, que podría ser una
herramienta para beneficiar a los pobres, ya está controlada por las transnacionales que crean nuevos organismos de los cuales
no tenemos ninguna experiencia evolutiva. ¿Cuándo se había cruzado un maíz con una bacteria? Nunca. La ciência pública ha
sido adueñada por las corporaciones que se mueven en función del lucro. Pero hay otras alternativas: los cubanos, por
ejemplo, desarrollan su propia biotecnología sobre otros principios. Ellos producen biofertilizantes y biopesticidas en 230
centros especiales distribuidos en toda la isla para abastecer a cooperativas y campesinos". En este caso, como en muchas
otras experiencias alternativas realizadas en América Latina, se logran exitosos resultados en producción y rendimiento
mediante técnicas agroecológicas y un manejo cuidadoso de los recursos naturales.


 


De eso poco se habla. En cambio, se desinforma para aplacar las prevenciones hacia los organismos genéticamente
modificados. "Hace unos días leí en la Revista del Campo, de 'El Mercurio', que la biotecnología no es otra cosa que hacer lo
que la naturaleza ha hecho por cientos de años -dice Altieri-. Eso es mentira. Primero, porque en la naturaleza nunca se cruzan
organismos que no estén relacionados genéticamente, que no sean de la misma familia. Segundo, tampoco es un cruce natural:
se utiliza una especie de pistola para injertar el gen por la fuerza, y éste va acompañado de toda una construcción de vectores y
marcadores para permitir que el gen entre en otro organismo. Este aparataje adicional es genéticamente promiscuo: salta a
otros organismos, y por eso es invasivo. Argumentar que esto sólo está acelerando un mejoramiento natural es una mentira".
En su "Declaración de Dresden", las ONG y organizaciones de pequeños agricultores y campesinos ratificaron que "los cultivos transgénicos no son una solución para terminar con la malnutrición ni el hambre, su introducción tendrá un fuerte impacto sobre la seguridad alimentaria, acentuará la marginalización de los pequeños productores, causará degradación ambiental y pérdida de la biodiversidad". Por eso, seguirán trabajando para clarificar los riesgos de esta tecnología e impulsando la investigación orientada a la agroecología sobre la base del conocimiento y capacidad de quienes trabajan la tierra.

 
 

 

Fonte:La Rebeliõn - 20 de junho de 2000

 

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